¿Quién cabalgará tus caballos?
Para Hernán (Puck) Anganuzzi
hora se deslizan tus manos delicadas
por el borde sinuoso de unas crines de piedra,
palpando así la huella de cada fiebre antigua,
el surco del cuchillo del dolor,
Para Hernán (Puck) Anganuzzi
hora se deslizan tus manos delicadas
por el borde sinuoso de unas crines de piedra,
palpando así la huella de cada fiebre antigua,
el surco del cuchillo del dolor,
la cizaña que crece, prosperando en los huecos,
la sangre, ya reseca, de la última herida.
No hay más que vendas húmedas y humores amarillos
que remedan el flujo de lo que fuera un río
corriendo caudaloso por un paisaje enfermo,
cuerpo,
libro,
tiempo,
caballo de la muerte,
abrevando en las aguas
-soñadas- del desierto
inyectado de azul, en las quijadas
como una hoja nueva, de sutil nervadura.
Tu alma se ha soltado,
se desprende
de unas riendas delgadas que resisten, a veces,
con la fuerza del hierro que se anuda
en cadenas que tienden hacia atrás y hacia abajo.
Pero ahora es tan leve que se aisla y se fuga
como lo hace
en la tarde de viento, una pequeña nube
que el cielo habrá disuelto en un rapto, en un rato, fatal,
ante nosotros.
Suspiramos, cansados, sobre un cristal quebrado
que se empaña de bruma, como una nota vana,
te lloramos pensándonos jinetes, pero
¿quién podría montar tus desnudos corceles
que bajan la cabeza, paciendo abandonados?
De este lado la pena, con sus golpes monótonos
cabalga las palabras de los que estamos vivos.
No hay más que vendas húmedas y humores amarillos
que remedan el flujo de lo que fuera un río
corriendo caudaloso por un paisaje enfermo,
cuerpo,
libro,
tiempo,
caballo de la muerte,
abrevando en las aguas
-soñadas- del desierto
inyectado de azul, en las quijadas
como una hoja nueva, de sutil nervadura.
Tu alma se ha soltado,
se desprende
de unas riendas delgadas que resisten, a veces,
con la fuerza del hierro que se anuda
en cadenas que tienden hacia atrás y hacia abajo.
Pero ahora es tan leve que se aisla y se fuga
como lo hace
en la tarde de viento, una pequeña nube
que el cielo habrá disuelto en un rapto, en un rato, fatal,
ante nosotros.
Suspiramos, cansados, sobre un cristal quebrado
que se empaña de bruma, como una nota vana,
te lloramos pensándonos jinetes, pero
¿quién podría montar tus desnudos corceles
que bajan la cabeza, paciendo abandonados?
De este lado la pena, con sus golpes monótonos
cabalga las palabras de los que estamos vivos.