Canción callada




¿Quién cabalgará tus caballos?
Para Hernán (Puck) Anganuzzi

hora se deslizan tus manos delicadas
por el borde sinuoso de unas crines de piedra,
palpando así la huella de cada fiebre antigua,
el surco del cuchillo del dolor,
la cizaña que crece, prosperando en los huecos,
la sangre, ya reseca, de la última herida.
No hay más que vendas húmedas y humores amarillos
que remedan el flujo de lo que fuera un río
corriendo caudaloso por un paisaje enfermo,
cuerpo,
libro,
tiempo,
caballo de la muerte,
abrevando en las aguas
-soñadas- del desierto
inyectado de azul, en las quijadas
como una hoja nueva, de sutil nervadura.
Tu alma se ha soltado,
se desprende
de unas riendas delgadas que resisten, a veces,
con la fuerza del hierro que se anuda
en cadenas que tienden hacia atrás y hacia abajo.
Pero ahora es tan leve que se aisla y se fuga
como lo hace
en la tarde de viento, una pequeña nube
que el cielo habrá disuelto en un rapto, en un rato, fatal,
ante nosotros.
Suspiramos, cansados, sobre un cristal quebrado
que se empaña de bruma, como una nota vana,
te lloramos pensándonos jinetes, pero
¿quién podría montar tus desnudos corceles
que bajan la cabeza, paciendo abandonados?
De este lado la pena, con sus golpes monótonos
cabalga las palabras de los que estamos vivos.

Takhis


ajo las alas de Garudá
que pueden extenderse hasta cubrir el sol
una ciudad, Ulan Bator,
dormita en el silencio de oscuros monasterios,
el polvo del desierto
se asienta en la cabeza del gran buda
que sereno contempla
de pie y sonriendo
la historia y el futuro de este nudo del Asia
que no fue bendecido con el beso del mar
-para que allí la vida se ahogue y desahogue-
y bañaron, en cambio, sus mixturados dioses
con los fastos del fuego que alumbraba
la larga noche incierta de los nómades.
Un pueblo sin el mar, imita el flujo de olas
y se agrupa y disuelve
en la orilla imprecisa del tiempo de los hombres.
Estos caballos fuertes que galopan su suelo
sobreviviviendo al peso de los siglos,
sus desiertas estepas, su norte hecho de alturas
y el corazón helado del centro del invierno
lo han arado con uñas de una raza indomable
que es primera y es última
y guarda su secreto debajo de una máscara
de anchos dientes de furia.
Takhis
los caballos del reino que extendieron la gloria
de Genghis Khan, y ahora
son la especie salvaje -la última en el mundo-
que no tolera el yugo de la mano del hombre.
Takhis, espíritu mongol
con su cara alargada
y sus anchas narices de acaparar los vientos:
ironía de templos en las tierras de nadie.
Takhis,
que en la lengua mongol
es caballo
y espíritu.

Caballo negro



“No creo en las invocaciones, pero las invocaciones creen en mí”


Antonio Gamoneda


amo de nervios
huesos
piel carbón encendido en un tramo del cielo
donde ardieron de a uno, los distantes cometas
profundo cántaro
de ébano
que guarda
el agua de las lluvias
cuando la noche escampa
sobre esta tierra seca
y eres
la traza que resulta
de contemplar distancias y aceptarlas
y te alargas y subes
y te alargas
cuando desciende el día y se sumerge
en las alforjas de sus flancos
de negro terciopelo acariciante,
la vieja luna nueva.
Entrecierro los ojos y te pienso
recuerdo tu recuerdo
como quien reconoce
a quien amó
de espaldas,
a lo lejos
después de todo el tiempo,
del dolor trancurrido,
caballo negro
figura de azabache engarzada en un cordón de plata
-la crin meticulosa contra el viento-
tropilla que deshace la seda de la noche
con su galope a ritmo, su música de cascos
pulidos como piedra
subrayando
el único horizonte que creímos posible,
redonda sombra
del tamaño del sol que hemos perdido,
impronta en el camino
-cerrado para siempre por espina y malezas-
que nos llevaba, juntos
de regreso a la casa.

Caballo blanco


aro, nuestro, bello
así surcaste el fino
hilado de la tarde sobre el telar del cielo.
Animal excesivo
desborda y aniquila paisajes del encierro
muerde
hasta que duela y traigas
un resuello que aplaque la tensión de la sangre.
Hay sudor, la dureza del músculo
fibroso nos tritura:
hubo abrazos culpables.
Caballo
viajero insostenible
camina sobre brasas
y elude con tus patas
las nubes de ceniza que nos cubren,
luz blanca en las entrañas del bosque rumoroso,
extiende como faros tus ojos desvelados
sobre el inmenso mar que agita en olas
la musa inapelable, señora del retorno
reina de la primera idea del pecado y
esposa del mal sueño.
(La hermana traicionera
revela esos secretos guardados como perlas
en el hueco del alma).
Bestia callada, entristecida, cavilante
contemplando tus ancas en su vaivén de brillos
al son de las tormentas, sólo veo
un antiguo destello de estrellas muy lejanas


y entonces tiemblas
como un llanto en los labios
-sin destino y sin dueño-
potro muerto en la nieve,
caído ángel de amor esmaltado de nácar
sobre un tapiz de hielo.

Bucólica


e insinúa en el aire
la mañana soleada
como una sosegada yegua blanda
que se inclina hacia el pasto
donde aún brilla
agónico
el rocío.
La noche es humedad
sonido entrecortado
pulso que amplía
el silencio del campo alrededor.
Bailan las copas de los sauces
y el río trae
su séquito de voces.
El aliento
de los caballos juntos
forma nubes pequeñas
como nidos de gasa transparente
que ocultan o
interrumpen
-como dioses benévolos-
las visiones y el frío.

Caravana


otros tan claros que atraviesan la tormenta
sobre sus lomos,
viajan los hombres, embozados
algo santo en la curva de la espalda
resiste
el empujón brutal que dan los vientos,
sueldan sus cuerpos a los cuerpos de las bestias:
entre unos y otros,
sólo hay un hueco que ocupan con silencio.
A la puesta del sol, coloreada de índigo
la caravana es una cinta
un friso que se extiende a la intemperie
(una fila de hombres, una hilera de peces)
su desliz,
la inquietud que ha escindido de la piedra
cada grano de arena.
Desde la altura que dispensa
tanta oscura humedad,
se desciende de a uno, lentamente.
En los ojos, la mirada no se halla
-ya no busca-
sólo atiende a los trazos donde duda:
no confía en lo real, no es su horizonte
si el espejismo del sentido
da a derecha e izquierda.
Cada línea que te traces puede ser
esa flecha con dos puntas afiladas,
la que acierta en el surco de tu sangre.
Es el desierto de la marcha. Estamos solos,
los reflejos son trampas que a la luz le convienen
su oscura ciencia
en el crucial momento, revelada.
Ay de estos vientos del desahucio,
de tu ardida ceniza
y en el latido de tu pulso
la luna roja,
la visión del escándalo, el eclipse.

Montaje



e desliza
por pardos arcoiris
crujientes y extendidos
los pies descalzos
se hielan y detienen
el ritmo de una sangre sin sosiego
los ocres del invierno
su vestido encarnado,
se deslizan. Irónica y callada
como llega la lluvia
en hilos platinados por el frío.
De acero riguroso
el devenir del tiempo
en sus mejillas,
las manos que acarician
temblorosas
la frente de los muertos.
Caballos de otras huestes
y otra aurora
soportan junto a ella cada exilio
hacia la mar
volando
la sueñan en la cumbre
violáceos hipogrifos,
y ajena cada voz,
cada mudable cabalgadura
se desprende.
¿Sigue el rastro animal de los deseos
condensado en sudores,
o la llovizna vaporosa de la orilla?,
¿u obedece
de una vez para siempre
la indudable paciencia de la arena?
Ahora los cerrados pasadizos,
el lacre desmedido del ocaso,
ponen sello a la letra.
El Libro es siempre mudo
y amanece guardado
en esa cripta
desde donde le llega, todavía
un brillo doloroso,
imperceptible.

Troya


abrá visto sus pies
junto al dentado borde de esa charca
-líquido espejo del polvo y de su sangre-
habrá oído, detrás
ciertos timbales que percuten en la nuca
su funerario son.
Un mechón de cabello debió haberse adherido
a su húmeda frente
espesando la niebla siempre obtusa
que ocluye a ras del ojo la mirada.
No humilla sólo lo que ensucia
pudo entonces pensar, como cualquiera
si alguien lava en tu puerta
el diluído espectro de una máscara.
Debajo de la lluvia los escudos
reflejarían la caída, corrigiendo
la línea que trazaron, sin firmeza,
unos vientos oblicuos.
Habrá llovido el pasado, vertical
(fue breve la victoria de los alzados puentes
en la ciudad cerrada).
Y después no habría nada, nada que fuese hermético:
la pertinacia, la dureza, la insistencia
son atributos
de la obsesión del hombre y de las aguas.
La última ilusión no será la más débil
-habrá dicho sin voz- los ojos fijos
sobre sus propios pies, o el cuero opaco
de sus rotas sandalias. Un evidente simulacro
abrió los brazos a la muerte.
Un juguete de madera venció a Troya:
enorme, burdo, casi inocente
y con la forma lejana de un caballo.

Stud




"Poesía es repetición". Néstor Sánchez

al vez había llovido y por eso recuerdo
el brillo reluciente de la entrada
repartido en parejos adoquines
que alfombraban la senda hasta las cajas
con sus dobles postigos despintados
donde el milagro de esas vidas
se guardaba
-el misterio, en la infancia
es la luz de un farol señalando una puerta-
el caballo encantado que un hombre cepillaba
la nube vaporosa de sus fauces temibles
la física sorpresa de sus patas
nudosas y delgadas como si alguien
animara de pronto una estatua de bronce
delante de mis ojos y a mi altura.
Llegamos a la casa por una calle verde
que bajaba hacia el río
el río era invisible, inubicable
(sin rosas de los vientos ha pasado mi vida
confundo el sur y el norte, todavía
me orientan otras cosas no precisas
algo que no se aviene a ley de las brújulas
una intuición difusa, un olor, una extraña
tela que va extendiéndose
como un velo o un manto
sobre seres y cosas
un vuelco acá en el pecho cuando la luna llena
es la dueña y señora de los cielos que veo)
hasta allí me llevaba alguien de quien no tengo
ni un olvido completo ni memoria, que, vívida,
me permita traerlo
sé que anduve en el lomo de una negra potranca
veloz como los vientos que arrasan estos días
que alguien me sentó allí
y que allí me sostuvo
que bajamos la calle que moría en el río
(el río que no ví)
de la mano y despacio. Mis pasos eran cortos
y el corazón batía
la mañana de invierno en el stud
la bellísima bestia
la niña de la mano de otra mano borrosa
sin brújula en el tiempo
una niña borrosa que llevaban
hacia un bello misterio, de la mano.

Todos hablan


esopla. En sus narices
crecen nubes azules
que diluyen las cosas más cercanas
nervaduras, cortezas
frutos, flores, el oscuro y brillante escarabajo
que anda lento y reluce
sobre el pasto segado, en la mañana
llovida sobre el llanto del rocío.
Resuella. Un peligro sin rostro conocido
se vuelve hacia nosotros. Tal vez vea
las manadas que suelta aquí la historia
-los fantasmas del indio y la conquista-
violentos, aterrados, sudorosos
cabalgando la ajena anchura de la pampa
(siempre húmeda y llana es nuestra muerte,
ripio, en cambio
cada instante sembrado aquí en la vida)
En la inquietud del cuello, en su latido,
-un mar de sangre encajonado-
se enerva la memoria más precisa:
la que arrastran sin pena los carros de la gloria
y es blancura de nada,
tranparencia de olvido. Relincha
a todo lo que viene, a lo que pasa.
Se calma sólo si responde
otra voz (que es la suya) repartida
en un abierto cielo que no cortan
los alambres vencidos
ni postes, ni banderas
ni la fragua del hierro que prenden a sus cascos
para impedirle el vuelo,
ni la rienda, ni el golpe.
-¿quién se atreve en el mundo
a dominar lo bello
decorando con lujo la montura,
quién merece y soporta
dejar aquí su marca,
con qué fuegos?-

Los caballos nos dicen
-en su lengua nos traen la noticia-
de lo suelto en el tiempo,
lo que sabe
al perenne verdor del único horizonte.
Esa cercana línea que no vemos
y nos lleva y nos trae
la Noria
el infinito.