Troya


abrá visto sus pies
junto al dentado borde de esa charca
-líquido espejo del polvo y de su sangre-
habrá oído, detrás
ciertos timbales que percuten en la nuca
su funerario son.
Un mechón de cabello debió haberse adherido
a su húmeda frente
espesando la niebla siempre obtusa
que ocluye a ras del ojo la mirada.
No humilla sólo lo que ensucia
pudo entonces pensar, como cualquiera
si alguien lava en tu puerta
el diluído espectro de una máscara.
Debajo de la lluvia los escudos
reflejarían la caída, corrigiendo
la línea que trazaron, sin firmeza,
unos vientos oblicuos.
Habrá llovido el pasado, vertical
(fue breve la victoria de los alzados puentes
en la ciudad cerrada).
Y después no habría nada, nada que fuese hermético:
la pertinacia, la dureza, la insistencia
son atributos
de la obsesión del hombre y de las aguas.
La última ilusión no será la más débil
-habrá dicho sin voz- los ojos fijos
sobre sus propios pies, o el cuero opaco
de sus rotas sandalias. Un evidente simulacro
abrió los brazos a la muerte.
Un juguete de madera venció a Troya:
enorme, burdo, casi inocente
y con la forma lejana de un caballo.

Stud




"Poesía es repetición". Néstor Sánchez

al vez había llovido y por eso recuerdo
el brillo reluciente de la entrada
repartido en parejos adoquines
que alfombraban la senda hasta las cajas
con sus dobles postigos despintados
donde el milagro de esas vidas
se guardaba
-el misterio, en la infancia
es la luz de un farol señalando una puerta-
el caballo encantado que un hombre cepillaba
la nube vaporosa de sus fauces temibles
la física sorpresa de sus patas
nudosas y delgadas como si alguien
animara de pronto una estatua de bronce
delante de mis ojos y a mi altura.
Llegamos a la casa por una calle verde
que bajaba hacia el río
el río era invisible, inubicable
(sin rosas de los vientos ha pasado mi vida
confundo el sur y el norte, todavía
me orientan otras cosas no precisas
algo que no se aviene a ley de las brújulas
una intuición difusa, un olor, una extraña
tela que va extendiéndose
como un velo o un manto
sobre seres y cosas
un vuelco acá en el pecho cuando la luna llena
es la dueña y señora de los cielos que veo)
hasta allí me llevaba alguien de quien no tengo
ni un olvido completo ni memoria, que, vívida,
me permita traerlo
sé que anduve en el lomo de una negra potranca
veloz como los vientos que arrasan estos días
que alguien me sentó allí
y que allí me sostuvo
que bajamos la calle que moría en el río
(el río que no ví)
de la mano y despacio. Mis pasos eran cortos
y el corazón batía
la mañana de invierno en el stud
la bellísima bestia
la niña de la mano de otra mano borrosa
sin brújula en el tiempo
una niña borrosa que llevaban
hacia un bello misterio, de la mano.

Todos hablan


esopla. En sus narices
crecen nubes azules
que diluyen las cosas más cercanas
nervaduras, cortezas
frutos, flores, el oscuro y brillante escarabajo
que anda lento y reluce
sobre el pasto segado, en la mañana
llovida sobre el llanto del rocío.
Resuella. Un peligro sin rostro conocido
se vuelve hacia nosotros. Tal vez vea
las manadas que suelta aquí la historia
-los fantasmas del indio y la conquista-
violentos, aterrados, sudorosos
cabalgando la ajena anchura de la pampa
(siempre húmeda y llana es nuestra muerte,
ripio, en cambio
cada instante sembrado aquí en la vida)
En la inquietud del cuello, en su latido,
-un mar de sangre encajonado-
se enerva la memoria más precisa:
la que arrastran sin pena los carros de la gloria
y es blancura de nada,
tranparencia de olvido. Relincha
a todo lo que viene, a lo que pasa.
Se calma sólo si responde
otra voz (que es la suya) repartida
en un abierto cielo que no cortan
los alambres vencidos
ni postes, ni banderas
ni la fragua del hierro que prenden a sus cascos
para impedirle el vuelo,
ni la rienda, ni el golpe.
-¿quién se atreve en el mundo
a dominar lo bello
decorando con lujo la montura,
quién merece y soporta
dejar aquí su marca,
con qué fuegos?-

Los caballos nos dicen
-en su lengua nos traen la noticia-
de lo suelto en el tiempo,
lo que sabe
al perenne verdor del único horizonte.
Esa cercana línea que no vemos
y nos lleva y nos trae
la Noria
el infinito.

Caballos de fuerza






ientras la voz cabalga y agonizas
del sentido del grito, o el susurro
amoroso de cascos en el valle del pecho
te arranca alguna queja
o produce sin causa
sin remedio
el oscilar del cuerpo columpiando
deseo de deseo sobre otro
mientras se cante sólo ese arabesco
aprendido en la sombra forzada de las siestas
que se ensaya cerrándose sobre música propia
que nunca alcanza a oírse, separada
de su acorde completo, en los ojos ajenos
o el rictus de las bocas,
el ademán sencillo de unas manos
que rozan, se abandonan
mientras sumes o restes
decidas o aniquiles
los signos o el papel, y en tu descarte
de alguno de los dos, ya vuelva al juego
esa inercia de choque que se estrella al inicio,
contra el exacto punto de partida
efluvio que desangra, que disuelve
la nube al ras del suelo en el asfalto
polvareda y llovizna
esperada e inútil tormenta de verano
mientras vayas lanzando, una por una
hacia el cielo tus buenas intenciones
que alfombran el camino conocido
hacia el libro celeste
y en cada página un océano perfecto
helado, reluciente, sea estatua
de oleaje detenido, concebida
en blanquísimo mármol, piedra lisa
donde el pie se resbale y sin quererlo,
alcanzes esa altura inversa de las fosas
donde la voz y el canto irán al fin a hundirse
como barca sin norte en puerto tan distante
como primal silencio
posible,
impredecible.

Uno y todos




al vez porque sabían que la sangre
es la vida que fluye
la corriente
paralela del tiempo
preferían juzgarla en sus efectos.
No escapaban al diálogo inefable
que señala la vida de los hombres
el intercambio activo con sus dioses
pero es cierto que en las formas de este rito
-el sacrificio-
se distinguen de todo lo que han visto
aquellos que han hurgado
la historia en torno al mundo.

Los Tártaros tenían
un blanco pura sangre
una nube de brío sobre el verde del valle
una intención del cielo inconcebible
que es posible montar
y dejar que te arrastre.

No mataban , soltaban en los campos
un blanco potro
el sacrificio entonces
era el don ofrecido por el hombre
renunciando al poder
a la arrogancia
de ser dueño y señor sobre la bestia.
Curiosa nos resulta ahora esta apuesta
su inversión del valor y del sentido
tráslucida aparece en la niebla pasada
sobre altares sangrientos:
en lugar de matar
liberar un caballo
un corcel intocado e intocable
que en ese acto, libre
será uno sólo y todos
el continuo
ese único caballo en la cinta del tiempo
la idea del posible, el rastro que asegura
los que hubieron y habrán
su galopar que luce la seda de sus crines
y ese viento que lo empuja y que lo agita:
el deseo mortal, transfigurado.