Takhis


ajo las alas de Garudá
que pueden extenderse hasta cubrir el sol
una ciudad, Ulan Bator,
dormita en el silencio de oscuros monasterios,
el polvo del desierto
se asienta en la cabeza del gran buda
que sereno contempla
de pie y sonriendo
la historia y el futuro de este nudo del Asia
que no fue bendecido con el beso del mar
-para que allí la vida se ahogue y desahogue-
y bañaron, en cambio, sus mixturados dioses
con los fastos del fuego que alumbraba
la larga noche incierta de los nómades.
Un pueblo sin el mar, imita el flujo de olas
y se agrupa y disuelve
en la orilla imprecisa del tiempo de los hombres.
Estos caballos fuertes que galopan su suelo
sobreviviviendo al peso de los siglos,
sus desiertas estepas, su norte hecho de alturas
y el corazón helado del centro del invierno
lo han arado con uñas de una raza indomable
que es primera y es última
y guarda su secreto debajo de una máscara
de anchos dientes de furia.
Takhis
los caballos del reino que extendieron la gloria
de Genghis Khan, y ahora
son la especie salvaje -la última en el mundo-
que no tolera el yugo de la mano del hombre.
Takhis, espíritu mongol
con su cara alargada
y sus anchas narices de acaparar los vientos:
ironía de templos en las tierras de nadie.
Takhis,
que en la lengua mongol
es caballo
y espíritu.

Caballo negro



“No creo en las invocaciones, pero las invocaciones creen en mí”


Antonio Gamoneda


amo de nervios
huesos
piel carbón encendido en un tramo del cielo
donde ardieron de a uno, los distantes cometas
profundo cántaro
de ébano
que guarda
el agua de las lluvias
cuando la noche escampa
sobre esta tierra seca
y eres
la traza que resulta
de contemplar distancias y aceptarlas
y te alargas y subes
y te alargas
cuando desciende el día y se sumerge
en las alforjas de sus flancos
de negro terciopelo acariciante,
la vieja luna nueva.
Entrecierro los ojos y te pienso
recuerdo tu recuerdo
como quien reconoce
a quien amó
de espaldas,
a lo lejos
después de todo el tiempo,
del dolor trancurrido,
caballo negro
figura de azabache engarzada en un cordón de plata
-la crin meticulosa contra el viento-
tropilla que deshace la seda de la noche
con su galope a ritmo, su música de cascos
pulidos como piedra
subrayando
el único horizonte que creímos posible,
redonda sombra
del tamaño del sol que hemos perdido,
impronta en el camino
-cerrado para siempre por espina y malezas-
que nos llevaba, juntos
de regreso a la casa.

Caballo blanco


aro, nuestro, bello
así surcaste el fino
hilado de la tarde sobre el telar del cielo.
Animal excesivo
desborda y aniquila paisajes del encierro
muerde
hasta que duela y traigas
un resuello que aplaque la tensión de la sangre.
Hay sudor, la dureza del músculo
fibroso nos tritura:
hubo abrazos culpables.
Caballo
viajero insostenible
camina sobre brasas
y elude con tus patas
las nubes de ceniza que nos cubren,
luz blanca en las entrañas del bosque rumoroso,
extiende como faros tus ojos desvelados
sobre el inmenso mar que agita en olas
la musa inapelable, señora del retorno
reina de la primera idea del pecado y
esposa del mal sueño.
(La hermana traicionera
revela esos secretos guardados como perlas
en el hueco del alma).
Bestia callada, entristecida, cavilante
contemplando tus ancas en su vaivén de brillos
al son de las tormentas, sólo veo
un antiguo destello de estrellas muy lejanas


y entonces tiemblas
como un llanto en los labios
-sin destino y sin dueño-
potro muerto en la nieve,
caído ángel de amor esmaltado de nácar
sobre un tapiz de hielo.