Todos hablan


esopla. En sus narices
crecen nubes azules
que diluyen las cosas más cercanas
nervaduras, cortezas
frutos, flores, el oscuro y brillante escarabajo
que anda lento y reluce
sobre el pasto segado, en la mañana
llovida sobre el llanto del rocío.
Resuella. Un peligro sin rostro conocido
se vuelve hacia nosotros. Tal vez vea
las manadas que suelta aquí la historia
-los fantasmas del indio y la conquista-
violentos, aterrados, sudorosos
cabalgando la ajena anchura de la pampa
(siempre húmeda y llana es nuestra muerte,
ripio, en cambio
cada instante sembrado aquí en la vida)
En la inquietud del cuello, en su latido,
-un mar de sangre encajonado-
se enerva la memoria más precisa:
la que arrastran sin pena los carros de la gloria
y es blancura de nada,
tranparencia de olvido. Relincha
a todo lo que viene, a lo que pasa.
Se calma sólo si responde
otra voz (que es la suya) repartida
en un abierto cielo que no cortan
los alambres vencidos
ni postes, ni banderas
ni la fragua del hierro que prenden a sus cascos
para impedirle el vuelo,
ni la rienda, ni el golpe.
-¿quién se atreve en el mundo
a dominar lo bello
decorando con lujo la montura,
quién merece y soporta
dejar aquí su marca,
con qué fuegos?-

Los caballos nos dicen
-en su lengua nos traen la noticia-
de lo suelto en el tiempo,
lo que sabe
al perenne verdor del único horizonte.
Esa cercana línea que no vemos
y nos lleva y nos trae
la Noria
el infinito.

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